Fernando Castro Flórez. Exposición en el Honky Tonk de Madrid.
En el umbral de lo concebible se sitúan las obras de arte, desafiando a la interpretación, interrogando por la posibilidad de un rescate de las apariciones.
Desde que Mallarmé convirtiera a la página en la escena paradójica de una tensión entre el cielo y la tierra, la crisis de versos se agudizó tanto como se dispersa el Libro, ese instrumento espiritual en el que se apoyó el clasicismo. Paz Santos y Joaquín Martínez realizan sus obras como una conciencia de lo que Steiner ha llamado la cultura de la post-palabra, aunque todavía mantienen una confianza en el decir poético.
Paz Santos convierte la escritura en un signo inmenso que se vuelve territorio, que adquiere un espacio, sin por ello tener las características propias de un aferrarse melancólico a los objetos. La poesía está lacrada, su ámbito es un vacío en el que son posibles distintos recorridos. El libro se encuentra entreabierto, una incitación a la curiosidad, pero también la exigencia de que se inicie la escritura. El nomadismo estético de esta creadora, su fascinación por una ciudad como Chicago, convive con una atención a los pequeños detalles, una delicadeza excepcional que, en ocasiones, puede trocarse en la potencia, el crudo afirmarse de determinadas piezas. En último término, Paz Santos está haciendo presentes los signos de la frontera, aquello que puede traerse en la mano desde lugares que son auténtica insinuación (» apunto de decirme/ Algo callóse»): ventanas, transparencias, libros que parecen pequeñas puertas. Se aprende a leer el hueco que es propiamente límite, fragmento de un horizonte que no se puede recomponer en su totalidad.
Fernando Castro Flórez